Por: David Zigurat Son las tres de la mañana. Demasiado tarde para unos, demasiado temprano para otros. La luz amarillenta entra pobremente a nuestra habitación. Un cuarto con piso de cemento, amueblada sólo con una raquítica mesa de madera, dos sillas y cama. Sobre una de las sillas reposa tu sombrero pachuco color negro; tus ropas sobre el suelo no se inmutan ante la pérdida de tus proporciones.
No hace más de tres días; después de tantos años nos volvimos a encontrar. Ahora estás en el raquítico balcón, con barandales oxidados y costras de hormigón por todos lados. Recuerdo entonces como hace veinte años empezamos a incendiarnos, la vida era una mecha consumiéndose por ambos lados. Éramos dos plumas que no podían dejar de escribir, dos cuerpos que no podían despertar dos veces en la misma cama. Esto era la vida para nosotros, un huir constante de los minutos exhalados. Le teníamos miedo al tiempo, no a la muerte. Temíamos la vejez como los cultivos de maíz a las sequías. Atrapados en un vórtice, tantos besos, tantas noches empapándonos con pieles distintas, salir de un lugar para volver a encontrarnos con esa extrañeza de habernos extrañado. No estaba claro qué sentíamos, pero queríamos seguir huyendo. Había noches que huíamos del mundo para encontrarnos, días en los que huíamos de nosotros para saborear el mundo. Nuestros años siguieron iguales, poca rutina, pocas maletas, poca ropa y veranos interminables. Decidí alejarme repentinamente, arrebatarme todas tus caricias y latidos. En efecto, mis sentimientos hacia ti se estaban ennobleciendo. Ante tu negativa no pude más que irme lejos, perderme para siempre y ocultar en mis bolsillos los versos y cartas que nunca recibiste. Ahora la noche es bochornosa, el clima de la costa hace transpirar tu pálida piel. Sigues ahí, llevando sólo encaje negro como tu cabellera, mirando el mar entre las palmeras. Inmutada, no hay poder humano ni fantasmal que te incorpore hacia tu entorno. Te imagino entonces cabalgando en sueños y ambiciones inconmensurables, fantasías ciclópeas y telarañas inauditas. Viajas entonces en ese mundo etéreo, conversas con los dioses olvidados, con alebrijes y fantasmas coloridos. Tal vez tus sueños sean más mundanos y tus deseos se refieran a un relámpago escurriéndote por los senos. Un arcoíris vibrante rozando los epitelios de tu entrepierna o a un pilar de carne maciza, rigurosamente enervada y caliente en todas sus aristas del cual gozas. Al final del placer no hay un periodo refractario, no hay un respiro ni descanso en nuestro mundo de lujuria infinita. Te revuelves entonces entre los ríos de perlas nacidos de este dios enhiesto, frotas tus caderas y el líquido se escapa por entre tus dedos. Una y otra vez el dios eyacula hacia el cielo, lo recibes gustosa y sin descanso. Hasta hoy no sé en qué clase de realidad te extravías cuando oteas el horizonte. El día de mañana partiremos. No sé, a quién esperes o te esté esperando. Pero conforme pasan los años, los brazos y piernas que me reciben van disminuyendo, supongo que lo mismo ocurre contigo. Poco a poco aquello a lo que tanto tememos acaba por devorarnos en un segundo, un segundo donde los años detrás de nosotros no tienen ningún significado. Yo sigo mirándote desde la cama, esperando que un día tus costumbres logren enraizarse junto a mis sueños.
0 Comentarios
Deja una respuesta. |
Literatura |