Por: Wendy Abad Nair y Hazrat Ahmed despiertan día a día en la misma comuna miserable, única herencia de sus ancestros. Tienen 3 y 7 años respectivamente y trabajan en una fábrica de cigarrillos desde la muerte de su madre en el accidente de Rana Plaza, ocurrido hace más de un año en Dhaka, Bangladesh.
Durante más de 12 horas Nair, su hermano Hazrat y más de 20 niños respiran miles de partículas cargadas de muerte, mientras vierten, manualmente, el tabaco en cada uno de los cigarrillos que rodean su perímetro de trabajo, para ganar apenas, el equivalente a dos dólares por semana. Ni en la fábrica, ni en la comuna, ni en toda Bangladesh los niños conocen una crema de elote, en su vida han usado un par de tennis Converse o una playera Abercrombie y mucho menos han tomado una ducha de 5 minutos bajo una regadera. Nunca han utilizado una pluma y los escasos libros existentes son convertidos en llamas vivientes, para cocinar sobre ellas. Ojalá supieran que los residuos orgánicos hallados en basureros no son alimentos, que los atuendos de las personas no se reducen a un par de sandalias rotas y a playeras que no corresponden a su talla. Ojalá supieran que un desagüe no sustituye un baño diario y que los libros no son para quemarse, sino para cultivarse a través de ellos. Ojalá supieran que merecen el cobijo de una familia, una sana alimentación, un techo digno, educación gratuita y el verdadero derecho a ser niños que ríen, juegan, aprenden y son felices, en lugar de cumplir una jornada más hoy, 12 de junio, día mundial contra el trabajo y la explotación infantil.
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