Por: Ián Chávez Flores Boté los libros de Proust y Einstein en mi mochila, a mí qué me importaba el tiempo y la relatividad, el simple hecho de ver la cantina a un lado de la carretera me iba a permitir olvidar a mi madre con cáncer y la reciente esquizofrenia de Valentina. ¿Qué más podía perder si entraba a beber y no leer? La situación estaba jodida y prefería gastar el tiempo en un sitio lleno de ebrios que en el hospital o enseñando filosofía. Además, el miércoles pasado, Valentina me había hecho sentir como un idiota con sus cavilaciones absurdas y llenas de alucinaciones, sus ideas me hacían entrar en una razón que ni un francés ni un alemán me podían enseñar. Recuerdo el miércoles pasado: ella estaba en el sillón tomando sus rodillas con sus manos, asustada, escondiéndose de algún ente que sólo ella conocía:
―¡Tú eres muy inteligente, Guillermo, ayúdame, dime qué hacer para no verla más! Había leído varios libros sobre metafisica y una persona me hizo sentir como un imbécil al no entender el significado de su petición de ayuda. Desde ese instante comprendí que los libros no te enseñan nada de la vida si te sucede algo trágico. Muchas veces se leen tragedias ―decía mi amigo Rogelio cuando le comenté mi percance con Valentina― y uno las disfruta como un holgazán. Sin embargo, para entenderlas hay que sumergirse en la mierda y eso ningún libro te lo enseña. Creo que te está pasando eso, Memo. No entendí las palabras de Rogelio ni porqué me dio una clase de Literatura Antigua. Así que preferí pudrirme en alcohol para encontrar una verdad a medias y sin chiste. Entré a la cantina con dos dolores de cabeza, sabiendo que ninguna puta que rondaba el lugar me iba hacer olvidar mi situación; me senté alejado de los otros comensales buscando espacio y silencio; buscando olvidar para pudrirme en mi egoísmo y deleitar por un momento el sabor amargo de la cerveza oscura que había pedido hace unos minutos. Y a pesar de todo, el recuerdo me acosaba: en mi memoria aparecían las eneñanzas de mi madre sobre los buenos modales: siéntate derecho, límpiate la boca, dobla tus cobijas, no hagas ruidos cuando sorbas la sopa, saluda. Estaba tan decepcionado de mí que nunca pude hacer nada bien, ni siquiera los buenos modales: sorbía la sopa haciendo ruido, bebía hasta vomitar, nunca doblaba mis cobijas, raras veces lavaba mi ropa, me importaba un carajo la limpieza y el bienestar de la sociedad y, al final, terminé casándome con Valentina, no por amor, sino porque entendía todo mi egoísmo sin tratar de poseerme o hacerme un berrinche a mitad de la calle. Valentina era una mujer egoísta y eso me gustaba, pero todo se volvió una chatarra cuando comenzó a ver a Jimena, su alucinación. No sé quién diablos es Jimena, primero empezó a decirme que ella sólo se aparecía sin decir nada, sin seguirla, sin aconsejarla, ahora todo es contrariedad. Los psiquiatras me recomiendan dejar a Valentina en el loquero y que continúe con mi vida, pero ese manicomio que me comentan los médicos, por lo que he visto en las visitas sabatinas, trata peor que perros callejeros a sus pacientes: siempre están orinados y cagados, pidiendo un peso para calmar la ansiedad absurda que nadie podría entender, pero que Valentina sí comprendía: ―Nos calma la ansiedad ―me explicó. ―¿Qué ansiedad? ―La que sentimos. Sus palabras eran peor que un libro de Wittgenstein, siempre necesitaba ayuda de Rogelio para que me descifrara las situaciones: ―¿Qué harías en mi lugar? ―le pregunté a mi amigo mientras él devoraba una torta cubana en un puesto barato de Ixtapaluca. ―No sé, creo que las películas siempre nos han hecho creer que los locos son personas estúpidas, pero hay mucho entendimiento en ellos y no resultan ser personas miserables de pensamiento. Se debería dejar a un lado toda esa situación de conceptalización y tratar de enfocarse en cosas reales. ―Masticó de manera apresurada el pan con los embutidos y prosiguió: A veces no sé qué te respondo, Memo, estás bien pinche loco. Mientras pensaba como una cochinilla solitaria en mi mesa, se me acercó una mujer rechoncha, con un vestido negro que me permitía ver sus anchos muslos con moretones: ―¿Por qué tan solo? No le contesté, no me interesaba platicar con otra mujer ni hacerme el gusano miserable para darle mis pocas monedas que tenía, prefería seguir olvidando mi situación que agrandarla con una persona que ni se interesa a sí misma. Tomé uno de los cacahuates con ajo que estaban como botana en la mesa, comencé a reventar su sabor para desprender su hediondez. Mi boca se tornó en una absoluta comida gourmet: ajo con cerveza. Terminé de un trago mi bebida y pedí otra, no tardaron en traermela, ahora la cerveza me la sirvió un mesero y no una fichera. Los de la cantina entendían que no quería estar con ninguna mujer en ese momento. Mientras tanto, a tres mesas de distancia, un señor viejo que usaba un bastón roído se levantó de su silla para dirigirse al tocadiscos y poner una canción de José José. No me importó su repentina manera de querer escuchar música, yo seguía pensando en los dolores horrendos que tenía mi madre cuando el cáncer de estómago se presentaba. Me sentía impotente, los medicamentos no le calmaban sus agonías y tenía que escuchar, de boca de mi madre, todas las maldiciones dirigidas al dios que tanto le había rezado cada domingo durante treinta años. Me daba tristeza ver cómo un ser superior tenía tanta responsabilidad en la raza humana que no podía con su tarea, se me hacía un dios que iba a la primaria y se le olvidaban sus obligaciones de Matemáticas y Biología. Hacía lo que podía con el dolor de mi madre: le tomaba la mano y le decía que todo iba a estar bien, era todo el deber que un hombre con vastos estudios en filosofía podía hacer. Un científico, por otra parte, hubiera querido salvarla, pero su frustración de no poder con la muerte lo hubiera hecho más miserable. Cuando los dolores de mi madre desaparecían, ella sólo dormía por el cansancio que le proporcionaba el dolor. Yo sólo la veía respirar con agitación y me preguntaba cómo diablos mi vida se había convertido en una enfermería. La canción de José José terminó y comencé a pensar en el porqué ejercía la docencia si a mí no me interesaba salvar a la humanidad de sus propias garras ni trascender como un estúpido que enseñó a sus alumnos a interrogar la naturaleza y el mundo. Rogelio siempre intentaba convencerme con su añeja idea de que el mundo es un desierto y que cada grano de arena debe ser educado para que ese desierto no desaparezca siendo una tormenta. Su metáfora intentaba explicar la condición humana, pero yo sólo le daba el avión, no creía que ese desierto estuviera en calma, se me hacía un espejismo que en cualquier momento terminaría tragándose a sí mismo como las arenas movedizas lo hacen con el primer tonto que aparece. ―La humanidad no sirve de nada, no intentes convencerme, Rogelio. ―No entiendo tu fatalismo, simplemente no entiendo que no creas en nada ―Rogelio continuaba masticando su interminable torta cubana. ―¿A poco aún crees en ti? ―Creo en Dios y en la vida. ―¿En esos dos impostores? ¡Qué falsedad! Deberías dejar de ver televisión. ―Tú deberías dejar de ser tan dramático. ―Qué aburrida sería la vida si no existiera el drama, sería como una Coca-cola sin azúcar y hasta eso, si llegas a consumir mucho refresco aún termina fastidiándote: ¡La vida es como beber mucho refresco! ―Qué pendejo estás, leer filosofía no te hace ser una persona brillante. ―Qué persona supuestamente brillante ha sido una buena persona, según tú. ―Wittgenstein, Einstein, Nobel. ―Los tres se arrepintieron de sus obras, quién puede ser una buena persona si se arrepiente de ser sí mismo. Además, los tres terminaron siendo unos religiosos. Un pensador no puede ser religioso. Los tres degraciaron su mundo interior; las buenas personas no hacen eso. ―Inventaron algo para el progreso de la humanidad, ¡fueron unos genios! ―Si hubieran sido unos genios, primero: la esposa de Nobel no se hubiera ido con un matemático y, segundo, Einstein no hubiera donado todo el dinero que el Premio Nobel le obsequió para quitarse de encima a una mujer que lo fastidiaba. ―¿Siempre tienes que ver el lado malo de las cosas? ―Eso es lo único que vale la pena, ojalá existiera una Biblia donde Dios se hubiera creado con la maldad del pensamiento humano. No entiendo por qué todo debe ser creado con el mundo bonito y maravilloso que el humano cree ver, no entiendo por qué chingados Dios es un ser que todo lo perdona cuando a mí me está cargando la chingada con una esposa loca y mi madre cancerígena. ―No te metas con Dios, él te está poniendo un reto para que encuentres el camino. ―¿Retos y caminos? No me vengas con tonterías cristianas. ―No son tonterías, el problema es que eres un maldito escéptico que no cree en Dios y por eso te pasa lo que te pasa. ―Yo no creo en tu dios y lo que me pasa es porque mi dios le gusta joder al mundo, yo creo en un dios vengativo e hijo de puta, en ese creo, en el que le da razón a los hombres para matarse los unos a los otros o en el que les quita la razón a los humanos para reírse de ellos. Mi dios es un ser irónico, es un ser que juega con soldaditos de plomo y ve pornografía en las noches. ―Qué pendejadas dices, estás declarando que tu dios es el diablo. ―¿El diablo? Si yo no soy cristiano ni católico ni nada de eso, mi dios no necesita ángeles traicioneros, él se engaña a sí mismo; mi dios es ambivalente, eso es todo, a veces es bueno y la mayor parte del tiempo le gusta divertirse picándonos las costillas. ―Contigo no se puede razonar, eres un necio más que una persona inteligente, crees saber todo o pensar que en lo que crees está bien. Necesitas ayuda. ―Todos necesitamos ayuda. Llegué hasta la tercera cerveza y el mesero me trajo de cortesía enfrijoladas y pata de res con cebolla, mi estómago lo agradecía profundamente, llevaba meses sin poder comer como era debido porque las consultas del psiquiatra y los medicamentos contra los síntomas del cáncer eran caros y, a pesar de tener el Seguro Social, no cubría todos los gastos. Se me hacía nefasto que me descontaran de mi nómina casi la mitad de mi sueldo para pagarlos en impuestos y no recibir una atención médica digna. Era injusto que pagara por tener mi moral limpia, no quería que mi madre se muriera ni mi esposa se volviera loca. Estaba jodido y recordaba que hace mucho tiempo no visitaba una playa con puentes gigantes como en Puerto Progreso, necesitaba unas vacaciones o, tal vez, una vida nueva: empezar de cero, dejar la filosofía y ser un mesero en la península mexicana, tal vez necesitaba ser menos disciplinado en mis lecturas y dedicarme a vivir. Así que sin más reflexiones, decidí ir a la terminal de autobuses y esperar el primer camión que saliera a cualquier playa. De todos modos, mi madre y Valentina se sabrán cuidar hasta donde su razón y salud las deje. Ya no tengo nada más que hacer, sólo inventar una nueva vida y creer que nada pasó sin tener un arrepentimiento: lástima que no soy un genio, así que enfrentaré la pena que en algún momento recibirá mi memoria. Dejé mi mochila en la cantina y me fui olvidando del tiempo.
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